La libertad de creación es una manifestación del derecho a la libertad de expresión, consagrado como fundamental en la Constitución. Este permite a los creadores de obras de propiedad intelectual, sean músicos, guionistas o directores-realizadores, por mencionar solo los tres órdenes implicados como autores en las audiovisuales, dar libre salida al fruto de su magín sin parar mientes más que en algunos de los posibles conflictos que, con frecuencia, tratamos en estos artículos.
Cuando la libertad de expresión colisione con otros derechos, como el del honor, la propia imagen y la intimidad, o el de protección de los datos personales, por poner solo dos ejemplos, habrá que resolver el choque dando prioridad a alguno sobre otro, según sea el caso.
En las obras de ficción está en la mano de los productores decidir qué elementos y cómo han de constituir ese contenido, por lo que les cabrá una evidente responsabilidad en su elaboración y en el trato que dispensen a los elementos que la integren. La ficción absoluta, justamente por serlo y en la medida en que se distancie efectivamente de realidades reconocibles en ella, normalmente no acarreará consecuencias frente a terceros: aunque verosímiles, personajes novelescos, objetos inventados, marcas ficticias y situaciones fingidas deberían ser, en principio, inocuos.
Sin embargo, esta valoración desaparecerá cuando algunos de tales elementos sean reales. Un ejemplo sencillo es la mención de marcas por los personajes. Nadie puede oponerse a ello: si la protagonista sufre un accidente de tráfico en un coche de tal marca, sus titulares no podrán oponerse a ese uso. Ahora bien, si esa misma protagonista se dedicase pertinazmente a denostar esa marca de coches haciendo ver que no hacen más que accidentarse una y otra vez por defectos propios, podría causar un demérito en su reputación que no quedase amparado por la libertad creativa.
Análogamente, en las obras audiovisuales de carácter documental, en cuanto describan la realidad de forma veraz (bastará sacar la cámara a la calle), poco margen de oposición le quedará a quien no le guste lo que vea en ellas, siempre que, como decimos, sea un fiel reflejo de la realidad sin alteración intencional por parte de sus responsables.
Estos ejemplos nos llevan a la esencia de la cuestión: el Derecho no ampara perjuicios deliberados a terceros cuando no haya una razón poderosa que obligue a estos a soportarlos; en principio, la libertad creativa no tiene por qué expresarse con menoscabo de derechos ajenos. La otra cara de la moneda es que tampoco ampara el Derecho la ocultación ni la deformación interesada de la realidad cuando no haya justificación para ello. Una justificación podría ser la protección de la infancia, o el sometimiento al escrutinio público de muchos de los actos de los cargos políticos, por mencionar solo un par.
En definitiva, la ley nos hace responsables de nuestros propios actos y, a la vez, nos sentencia a convivir con nuestra realidad. Y si la realidad no nos gusta, lo que deberíamos hacer es cambiarla, no quejarnos.



