Este era el título de un artículo aparecido hace no mucho en la prensa.
En esta serie hemos explicado los fundamentos de la protección de la propiedad intelectual y cómo esta es, en realidad, un tipo de propiedad menor respecto a la común por cuanto no solo su duración en el tiempo, sino también las facultades que abarca, son menores y sujetas a especiales límites que garantizan, entre otras cosas, el derecho del acceso a la cultura por parte de terceros.
Lejos de ser un raro privilegio, la propiedad intelectual es una expresión reducida de la propiedad privada que la mayoría de los ordenamientos jurídicos modernos reconocen a todo el mundo, conjugada con el derecho a la libre creación. Tanto es así que se incluye en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por consenso en la Organización de las Naciones Unidas en 1948: según el artículo 17, toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente. Y el corolario de la propiedad intelectual también se integra en este catálogo de derechos ecuménicos: el artículo 27 establece que toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.
Por consiguiente y con independencia de que su sustento ideológico sea discutible, sea pública o privada, la propiedad es un elemento conformador de las sociedades modernas.
Habida cuenta de lo anterior, es en extremo llamativo que, por una coincidencia histórica, muchas de las voces que hasta ayer protestaban contra la propiedad intelectual por constituir, a su juicio, un obstáculo al libre desarrollo de la cultura y de la creación científica y artística, prorrumpan hoy con urgencia para exigir la doma de la inteligencia artificial so riesgo de aniquilar el fruto del magín de sus legítimos titulares, sean artistas plásticos, escritores, compositores, actores dramáticos, intérpretes musicales, etc.
Donde antes decían que la propiedad intelectual, o sea, el reconocimiento patrimonial del esfuerzo creativo de cada cual, era un impedimento para que los demás diesen salida a sus invenciones, afirman hoy que es el único escudo con el que oponerse a la apabullante expansión de la inteligencia artificial.
¿Es un freno porque no acepta la apropiación sin permiso, ni el plagio ni otros abusos que nadie admitiría respecto a su propiedad ordinaria? Curiosamente, son estas mismas cualidades, predicadas ayer como defectos, las que hanse tornado hoy en virtudes que hacen de la propiedad intelectual la única herramienta útil para reducir la voracidad de las máquinas dizque inteligentes.
La inteligencia artificial es, en esto, más coherente: en la práctica dista de reconocer títulos de propiedad ajenos, pero tampoco los pide para sí. La reivindicación de lo propio parte, por redundante definición etimológica, de la aceptación de la propiedad como institución.
Resulta difícil comprender cómo puede frenar la creatividad la única institución legal que la garantiza.



