El recurso espurio a esfuerzos ajenos para producir obras propias no es ninguna novedad. La contratación, oculta al público, de, por ejemplo, otros escritores para completar obras literarias que luego aparezcan bajo el único nombre del comitente es un expediente bien conocido.
Un caso paradigmático lo constituyen las novelas de Alejandro Dumas, en muchas de las cuales fue asistido por escritores cuya labor no transcendió al público.
Otro ejemplo destacable es ‘Paul MacCartney’s Liverpool Oratorium’, una obra con aspiraciones clásicas que fue escrita por Sir Paul junto con el compositor Carl Davis. Puesto que el Sr. MacCartney no sabe leer ni escribir música, la preparación formal del Sr. Davis era imprescindible. Aunque la aportación del Sr. Davis fue reconocida y no parece haberse limitado a cuestiones estrictamente técnicas, el oratorio se presentó siempre como obra del Sr. MacCartney (baste el título).
Aquí tenemos, entre otros, el caso de la novela de Ana Rosa Quintana ‘Sabor a hiel’. La Sra. Quintana se valió de los servicios de otra persona para redactar el libro que luego se publicó bajo su solo nombre. Lo malo fue que el autor oculto había copiado fragmentos de otras novelas. El libro fue retirado del mercado cuando esto se hizo público y notorio. La responsabilidad del plagio ante terceros era, en todo caso, de la autora, sin perjuicio de que, al menos en teoría, pudiese esta luego repetir frente a su contratado.
Los tiempos han cambiado, y ahora las herramientas de inteligencia artificial han tomado el relevo de aquellos denominados “negros”.
El riesgo de que estas herramientas cometan tropelías contra la propiedad intelectual es obvio. Y la responsabilidad ante terceros no varía: quien publique las obras bajo su nombre será quien deba afrontarla. De nada valdrán, siquiera, eventuales disculpas atribuyendo la carga a los titulares de la inteligencia artificial, si es que estos estuviesen dispuestos a aceptar su parte en el desaguisado. De hecho, lo habitual es que los dueños de la inteligencia artificial rehúsen responsabilidades, lo cual tiene mucho sentido cuando los procesos de tales herramientas por lo general más resultan en la reordenación de elementos y obras ajenos que en genuinas creaciones originales. En la medida en que tales recursos sean irreconocibles, se alejará el peligro de plagio o apropiación, pero cuando puedan trazarse más allá de la mera inspiración las obras que los hayan alimentado, los resultados fácilmente podrán ser ilícitos (aunque tal ilicitud no sea apreciable mientras las obras no accedan al público).
La solución para evitar estos males tampoco ha cambiado: el autor, o quien se postule como tal, deberá asegurarse de que no se deslicen en sus obras vulneraciones de los derechos de terceros. Cierto es que existen hoy otras herramientas justamente para estos fines: programas de análisis de plagio y similares, pero, aunque sean eficientes, no eliminan la responsabilidad legal que permanece en las manos de quien haga suyos los esfuerzos o la vaguería de otros.



