¿Es nuestra la obra intelectual si no la registramos?

Por Fernando Fernández Aransay, de Aransay | Vidaurre Copyright & Image Lawyers

La propiedad intelectual de una obra corresponde a su autor por el mero hecho de crearla. Esto dice el artículo primero de la Ley de la Propiedad Intelectual y es una noción fundacional compartida por todos los ordenamientos jurídicos de nuestro entorno cultural.

Es decir, no hace falta más que afirmar, del modo que sea, la autoría de una obra para obtener el reconocimiento de los derechos que aquélla conlleva (su propiedad intelectual, en definitiva). No se exige ningún procedimiento particular, ni ninguna validación de terceros. Cosa distinta es que, en caso de disputa entre varios pretendientes, haya que indagar la veracidad de cada reclamación, cuyo mérito se medirá, en principio, por mera precedencia. De ahí la importancia de poder acreditar el momento en que la obra se ha creado (o más exactamente se ha publicado, pues las obras ocultas no trascienden).

Con este fin probatorio proporciona la ley dos herramientas principales. La primera, la denominada reserva de derechos ©. Este signo puede añadirse a cualquier obra como anuncio explícito de que sus derechos de propiedad intelectual pertenecen a alguien en concreto (sea persona física o jurídica). Ahora bien, hay que recalcar que la titularidad de derechos de propiedad intelectual no depende de la inclusión de este signo, en absoluto. La titularidad de derechos es anterior e independiente de él, ya lo hemos dicho. Este signo simplemente refuerza la notoriedad de ese hecho.

La otra herramienta es el Registro de la Propiedad Intelectual. Actualmente gestionado por oficinas dependientes de cada comunidad autónoma, este registro permite la inscripción de los titulares de derechos de propiedad intelectual sobre todo tipo de obras: audiovisuales, literarias (guiones), musicales o de otra índole. El Registro es meramente declarativo de derechos, nunca constitutivo. Es decir, sus asientos no crean derechos, sino que establecen la presunción de que los derechos corresponden a quien allí se diga; por tanto, esta presunción puede ser combatida y, de demostrarse falsa, vencerá la realidad, cual sea, sobre la errónea inscripción. Se trata, pues, de un indicio muy cualificado, pero solo eso.

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Como decimos, cualquier prueba que permita acreditar la titularidad de los derechos de propiedad intelectual puede bastar. No se exige su reserva mediante ningún signo, aunque la ley sugiera el suyo, ni tampoco su inscripción en registro alguno, aunque, de nuevo, la ley nos brinde uno. Por esta razón, existen diversos registros privados, como los de las entidades de gestión de derechos de propiedad intelectual u otros en Internet, que ofrecen este mismo servicio. En algunos casos, la inscripción de las obras en los registros propios de estas entidades constituye, además, un lógico requisito de filiación a ellas. En otros, es simplemente un servicio que prestan empresas especializadas.

Dicho todo esto, es de gran conveniencia asegurar alguna evidencia de que la obra sea de quien digamos ser, bien mediante el recurso a alguno de estos registros, bien mediante otro indubitado testimonio que podamos aportar en el momento oportuno. No es imprescindible, pero por poco esfuerzo nos dotaremos de un recurso que puede revelarse muy útil en caso de conflictos posteriores.

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