La importancia de llamar a las cosas por su nombre

Por Fernando Fernández Aransay, de Aransay | Vidaurre Copyright & Image Lawyers

Como en cualquier otro ámbito, en Derecho llamar a las cosas por su nombre es crucial para saber de qué se está hablando.

Desde tiempo inmemorial la práctica, y con él el ordenamiento jurídico, viene asignando nombres a numerosos actos y negocios jurídicos, por lo general los más habituales, que por ello se suelen llamar típicos o nominados. Muchos nos son familiares, como compraventa, arrendamiento, préstamo o donación. Otros, como precario, comodato o mutuo, menos. Pero como decimos, no todos los contratos tienen nombre tradicional en las leyes, aunque sí puedan ya ser usuales en la práctica y que ésta se lo haya asignado de manera cierta. En tales casos será tan recomendable emplear su denominación pacífica como lo es para los otros, desde luego.

También como en cualquier otro ámbito, el lenguaje jurídico ha ido creando un léxico distinguido para designar con precisión los conceptos y las construcciones que le son propios. No es preciso ser jurista para manejar este vocabulario con adecuado rigor, como tampoco hay que ser ingeniero para entenderse en el taller mecánico. Basta estar familiarizado con las figuras que hayamos de manejar habitualmente o, en su defecto, recurrir al lenguaje normal para describir lo que sea menester, y dejar que el entendido lo complete o encauce según corresponda.

Los problemas surgirán, por lo general, cuando pretendamos mezclar ambas recetas sin conocimientos para asegurar la virtud de ninguna de ellas. Indicar, por desconocimiento o imprudencia, al abogado a quien recurramos para nuestros asuntos que nos prepare un contrato de, digamos, comodato, cuando en realidad andemos buscando (aun sin saberlo) otro de mutuo, dará lugar en ambas partes a confusión, frustración y pérdida de tiempo y esfuerzo. Es tristemente común encontrarse con que el cliente, una vez examinado el contrato que él mismo nos pidió por lo que creía su nombre, haya de volver sobre sus pasos y corregirse, explicando que no era eso a lo que se refería, sino otra cosa muy distinta.

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Por eso es importante mantener la comunicación adecuada con el jurista. Del mismo modo que cuando acudimos al médico nos explicamos con lenguaje común sin intentar anticiparle un diagnóstico en términos médicos (salvo que realmente sepamos de qué hablamos con todo el rigor que exija la situación), adoptemos la misma saludable actitud al lidiar con asuntos legales. Tiempo habrá, si nuestra práctica profesional nos los afianza, de usar los vocablos técnicos con suficiente solvencia para ahorrar explicaciones. Hasta entonces, empero, mejor pecar de prolijos que de escuetos.

Es siempre más eficaz saber explicarse y comunicarse bien, en nuestro propio lenguaje, que embrollarnos en chácharas que, por insuficiente conocimiento, propicien errores que luego hayamos de corregir a nuestra costa.

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