¿Quién tiene la última palabra sobre las obras audiovisuales?

Las obras audiovisuales suelen pasar por diferentes montajes antes de llegar a su culminación. El productor es su dueño, pero también el director tendrá algo que opinar sobre su versión definitiva, por lo que habrá de estarse a lo que ambos pacten contractualmente.

Efectivamente, la Ley de la Propiedad Intelectual difiere a tal pacto la determinación del montaje definitivo de la obra. Cabe cualquier acuerdo al respecto: la decisión de uno solo, la de ambos, la intervención de un tercero o cualquier otra lícita. En caso de atasco será finalmente un juez ordinario quien lo dirima, pero la acción judicial implica un tiempo que podría perjudicar la explotación de la obra.

¿Qué hacer? El razonable entendimiento entre el productor y el director es una necesidad ya desde los primeros estadios de la producción, y sería de esperar que lograsen ponerse de acuerdo. Así suele recogerse en los contratos de dirección. Pero también se suele añadir que, en caso de discrepancias insuperables, prevalezca la decisión del productor. La razón es de índole empresarial: sin perjuicio de su vertiente artística, la explotación de la obra será el medio para que el productor recupere su inversión y, a su vez, se la pueda devolver a los terceros inversores. El director, por su parte, tendrá una legítima aspiración personal, aunque ya haya sido remunerado.

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Ahora bien, una vez pactado el régimen y congruentemente establecida la versión final, el productor no podrá alterarla sin la anuencia del director. Esto no impedirá, pues así lo prevé la ley, que, cuando las obras audiovisuales se destinen a ser comunicadas públicamente, el productor pueda hacerles las alteraciones imprescindibles para ajustarse a la programación del medio. Esta excepción atiende a justificaciones técnicas, tales como cortes publicitarios o ajustes de formato, etc., y no debe dar cabida a abusos que burlen el recién citado derecho del director.

Es frecuente que en la explotación de la obra se afronten exigencias de la censura, sea esta oficial, como la existente en algunos países por motivos políticos o morales, o propia, por la imposibilidad de segregar el público que asista a la comunicación pública, como ocurre en trenes, barcos y aviones. Aunque cualquier director razonable comprenderá esta necesidad, no está de más regular esta posibilidad en el contrato de dirección.

Por último, el recurso a un tercero que medie entre productor y director es siempre complicado. Desde luego, parece preferible que el árbitro sea alguien entendido en la materia, y no un juez designado al azar cuyas apreciaciones quizá no sean de provecho para ninguna de las partes. Puede establecerse el método de su designación en el contrato, o avenirse a un intento de conciliación sin llegar al juzgado.

Si todo lo anterior falla, la experiencia muestra que el productor proseguirá con la explotación de la obra en la versión que haya decidido, eludiendo el riesgo de que la película perezca por el transcurso del tiempo, y que el director será quien haya de recurrir al juez en pro de sus aspiraciones.

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